8 de junio de 2021
Myanmar en su laberinto
¿Podrán los civiles retornar al poder en este país después del golpe de Estado dado por las fuerzas militares en la actual Birmania?
Doctor en filosofía y especialista en el pensamiento y la geopolítica de Asia.
Profesor e Investigador de la Escuela de Relaciones Internacionales – FIGRI
En la madrugada del pasado 1º de febrero, un nuevo golpe de Estado puso a las fuerzas armadas en el control de Myanmar. La nobel Aung San Suu Kyi, quien se desempeñaba como Consejera de Estado —equivalente a primera ministra— fue arrestada, lo mismo que Win Myint, el presidente. De inmediato, manifestaciones masivas repudiaron los hechos, las grandes ciudades se convirtieron en campos de batalla y cientos de muertos causados por la represión violenta de las protestas pusieron en evidencia la brutalidad del régimen. Dos semanas después, los servicios de internet fueron suspendidos, y hoy no se sabe con claridad lo que pueda estar pasando en el país.
En sus 7 décadas de vida independiente, Myanmar solo ha disfrutado de esporádicos gobiernos civiles. Ellos fueron determinantes para encarrilar al país en su primera década de autonomía política, una vez logró superar el dominio inglés en 1948. La década de los 50 estuvo marcada por el gobierno civil de U Nu, uno de los líderes de la lucha simultánea contra ingleses y japoneses durante la década anterior. Sin embargo, la inestabilidad generada por los grupos armados obligó en 1958 a los civiles a buscar más participación militar en la administración. En 1962, la colaboración se tornó en imposición militar de hecho por el golpe de Estado contra Ne Win. La administración civil de Suu Kyi había comenzado en 2016.
Desde los años 60, el gobierno militar trató de congraciarse con el pueblo por medio de la intensa intervención del Estado en la economía, con el modelo de “socialismo a la birmana”. En política exterior pregonó distancia frene a la disputa de los bloques de poder y afirmaba su filiación tercermundista y la adhesión al programa de autodeterminación de los pueblos o “espíritu de Bandung”, estipulado en 1955 por Indonesia, India y Egipto, entre otros. En realidad, el país se fue aislando, mientras sorteaba la irrupción de las guerrillas que enarbolaban reivindicaciones separatistas.
Precisamente, la incapacidad de lograr la unidad nacional ha sido el gran desafío para Myanmar y la excusa para la reiterada injerencia de la Tatmadaw —como se conoce a las fuerzas armadas— en el derrotero del país. Con sus 57 millones de habitantes, su mayoría instalados en el rico valle del río Irravadi, que desciende de la cadena Himalaya, la tradicional Birmania es un caleidoscopio de culturas. Los bermas o birmanos, que han ocupado el centro del valle, representan el 70% de la población total; las minorías kachin y shan, al oriente; chin y arakan, al occidente, y karen y mon, al sur, forman el 30% restante. No son solo minoría étnicas sino religiosas. Los arakan son musulmanes, los karen cristianos y los otros practican religiones ancestrales, y todos ellos sufren las arbitrariedades del budismo practicado por los bermas, al ser elevado a religión oficial en 1961.
El conflicto cultural y religioso comenzó en 1824, cuando los ingleses establecieron alianzas con estos grupos periféricos en las 3 guerras que condujeron hasta doblegar al imperio Konbaung de los birmanos, en 1885. La desconfianza y el resentimiento en vez de aplacarse arrecia con el tiempo.
¿Qué le espera a Myanmar?
Min Aung Hliang, el comandante en jefe de la Tatmadaw justificó una semana después del golpe la acción por la intensificación de las operaciones de los grupos separatistas, financiados por la economía ilegal, y prometió desarticularlos en el término de un año, tras el cual el orden democrático sería restaurado.
En el orden público, se ha amparado el régimen militar de manera reiterativa, ahondando el rechazo popular. Las elecciones de noviembre de 2020 favorecieron en 82% a la Liga Nacional por la Democracia —de Suu Kyi— mientras el Partido de la Unión por la Solidaridad y el Desarrollo —de los militares— solo alcanzó el 6,5% de los votos. Este revés puso contra las cuerdas a la Junta , que veía resquebrajarse sus privilegios. En el fondo, ese es la gran apuesta de la Tatmadaw: no dejar resquebrajar el control que logró de cerca de la mitad de la economía, como resultado de las nacionalizaciones que vienen desde los años 50. La empresas militares detentan el monopolio de la producción y distribución del petróleo y el gas, son claves en el sector de la construcción y poseen industrias. Sus intereses económicos se magnifican ahora que China, por un lado, y Japón e India, por el otro, impulsan los corredores asiáticos, proyectos de infraestructura que han de movilizar recursos financieros astronómicos y abrir nuevos frentes de producción y comercio. El solo proyecto de la Franja y la Ruta, liderado por China, implica inversiones por 6 o 7 billones de dólares, tanto como un tercio del PIB actual birmano.
Es muy probable que dichas potencias ayuden a encontrar los términos de las reformas legislativas que retornen la presencia civil en el gobierno, con el fin de impedir que Myanmar se convierta en un Estado fallido, al modo de Siria, Libia o Yemen. El desprestigio militar se mantiene intacto y la presencia de la Tatmadaw en el gobierno no hace sino alentar la movilización popular en los grandes centros urbanos y la acción armada en las comunidades periféricas. Aparte de ello, la presión internacional va a ser clave para que las reformas incluyan el reconocimiento de la minoría rohingyá, perseguida por el único hecho de practicar el islam.