10 de febrero de 2021

Reseña: Let Them Eat Tweets. How the Right Rules in an Age of Extreme Inequality

La influencia de los multimillonarios estadounidenses en la política de su país ha venido aumentando en las últimas décadas. Según los autores, esto ha incrementado la concentración de la riqueza y la desigualdad en ese país.

Pío García

Doctor en filosofía y especialista en el pensamiento y la geopolítica de Asia.

Profesor e Investigador de la Escuela de Relaciones Internacionales – FIGRI

pio.garcia@uexternado.edu.co


Jacob S. Hacker y Paul Pierson. Let Them Eat Tweets. How the Right Rules in an Age of Extreme Inequality. New York: Liveright, 2020.

En esta obra, los dos profesores de las universidades Yale y California, respectivamente, explican cómo se encumbró una élite súper rica en Estados Unidos en las últimas décadas. Su influencia creciente puso a su servicio los poderes públicos en el diseño y aplicación de las sucesivas rebajas de impuestos. La tasa de imposición sobre las ganancias corporativas que se situaba en 70% al final de la guerra, en 1970 cayó al 50%, luego fue recortada en 1995 al 40% y  fue reducida en 2005 al 35%. Para completar la cosecha de ganancias, la administración Trump la situó en 2017 en un mero 21%.

El efecto directo de estas cirugías legislativas sucesivas ha sido la disparidad creciente en los ingresos, hasta llegar a niveles abismales en la actualidad. De una sociedad muy igualitaria en los años 50, con amplio despliegue de la clase media y movilidad social, se llegó a un panorama aberrante, en el que, desde los años 80, el 1% de los estadounidenses duplicó su captura del ingreso nacional —hasta alcanzar el 20% del mismo—. La riqueza de los dueños de las grandes corporaciones y cotizantes en Wall Street es ahora 50 veces mayor. Más aún, entre 1979 y 2016, el 0,1% de la población  —equivalente a menos de 200.000 familias— acumuló igual riqueza que el 90% —estos son 110 millones de hogares—.

El principal aliado de este proceso ha sido el Partido Republicano, el principal abanderado de la desregulación y la libertad empresarial. Patrocinar leyes a favor de la concentración del ingreso contrasta con las demandas sociales por una mejor dotación en infraestructura, salud, educación, seguros de desempleo, entre otros, que requieren suficiente capacidad financiera por parte del Estado, y son imposibles de atender sin un recaudo suficiente a través de impuestos. Responder a ambas demandas es el gran dilema del partido conservador; puesto en otros términos: o favorecer a la ínfima minoría adinerada o complacer a la mayoría de la población.

Ante el dilema, el Partido Republicano se inclina sin ambages hacia el lado de los magnates. Según Hacker y Pierson, ha establecido con ellos una alianza incondicional. Se ha convertido en su solícito servidor porque, al contar con la financiación garantizada de su publicidad política, ha podido escamotear el compromiso con sus bases votantes. Entonces, ¿cómo se las ha arreglado el Partido Republicano para conservar su electorado y ejercer el control del Senado y con frecuencia la presidencia del país?

La respuesta es por demás bastante sencilla: ante la falta de soluciones a la aguda problemática económica y disparidad entre las clases sociales en Estados Unidos, el Partido Republicano, con el fin de desviar la atención, profundiza el enfrentamiento de la sociedad por motivos raciales y culturales. La puesta en marcha de la agenda ultraconservadora incluye la estigmatización de afros, latinos, inmigrantes, sindicalistas o el ataque al aborto y la diversidad afectiva. El beneficiario aparente sería la ahora minoría vieja, blanca y rural, pero tanto ellos como toda la sociedad sufren el empobrecimiento, mientras el país se deteriora en su infraestructura y la provisión de servicios públicos es deplorable. En contraste, los magnates prosperan como nunca en el pasado.

El éxito de un programa tan conservador da lugar a un tipo de estrategia política identificada por los autores como populismo plutocrático, ese modelo legislativo y administrativo favorecedor del enriquecimiento ilimitado sobre la base de la explotación de los prejuicios y los temores populares. La plutocracia moviliza los votos hacia el partido, a través de una infraestructura de organizaciones que amplifican el odio y difunden las amenazas. Se encuentran entre ellas las iglesias evangélicas, de gran arraigo en las zonas de economía deprimida. Dueñas de medios de comunicación, en nombre de la moral cautivan su audiencia con mensajes censuradores de la homoafectividad, el aborto, el matrimonio igualitario o el islamismo, con una división tajante del mundo “entre quienes aman a Jesús y quienes lo odian”. Este bombardeo sobre los feligreses es complementado por medios de comunicación conservadores, adalid de los cuales es el canal de televisión Fox, encargado de sembrar dudas sobre la información de la prensa tradicional e instigador del resentimiento contra el Establecimiento.

Por otro lado, están las empresas de lobby y gestión electoral. Sobresalen la Asociación Nacional del Rifle y su alegato a favor del mercado de armas para la defensa personal. Asimismo, la Cámara de Comercio, que se especializa en defender en el Congreso los intereses de la industria contaminadora, de explotación de hidrocarburos, los seguros y las finanzas. A su vez, el Consejo de Intercambio Legislativo contribuye con borradores de ley en contra del sindicalismo y para imponer restricciones a zonas políticas opositoras. Los grandes capitalistas aportan recursos a tales organizaciones.

Exacerbar las prevenciones contras los afros, los latinos, los inmigrantes o los musulmanes —asociándolos con el crimen— o desprestigiar los programas sociales de salud y pensiones, como el creado por Obama, es práctica corriente de estos grupos, por lo general menos afectas al Partido Demócrata.

Por fuera de esos canales, los billonarios financian las campañas electorales de los candidatos más retardatarios y pugnaces. Así, la familia petrolera Koch encabezó en 2014 la colecta de US$1000 millones, para desprestigiar la campaña de Hilary Clinton, por el temor a sus posibles medidas ambientales. Robert Mercer, del fondo de inversión de riesgo Renaissance, aportó millones al etnonacionalismo difundido por la red Breitbart de Steve Bannon contra Obama y le giró US$ 25 millones a la campaña de Trump en 2016.

Pero, además de la captura del voto popular, los republicanos se valen del enrevesado sistema electoral para imponerse. De una lado, aprovechan las normas de cada estado para modificar los distritos electorales, eliminando o disminuyendo la representación de poblaciones que le son adversas. De otro lado, y a nivel nacional, mantienen el patrón de representación geográfica de los Padres Fundadores, mediante el cual hoy día por un voto que un senador republicano necesita en Wyoming su rival demócrata en California requiere 67. Por esta razón, aunque tuvieron la mayoría de los votos en todo el país, Al Gore o Hilary Clinton perdieron la presidencia en el Colegio Electoral.

No satisfechos con tal orden de cosas, los acaudalados se convierten ellos mismos en administradores del Estado. Con el magnate Trump, ascendieron y formaron el “club de los billonarios”. Pence —el vicepresidente y vocero de los evangélicos—, Mike Pompeo, Betsy DeVos —secretaría de educación—, Linda McMahon, Rick Perry —en la secretaría de energía—, Don McGahn —del Consejo de la Casa Blanca— y Scott Pruit —de la agencia de ambiente—, todos ellos tenían vínculos con el grupo Koch; Steve Mnuchin —secretario del tesoro—, el asesor Steve Bannon, Wilbur Ross —secretario de Comercio— y Gary Cohn —en el Consejo Nacional de Economía— provenían de Goldman Sachs. Stephen Schwarzman, accionista en Wall Street, dirigió el Foro de Política y Estrategia.

El cambio demográfico a favor de latinos e inmigrantes y una población más urbana y pluralista mina la base social del Partido Republicano. El dilema entre servir los intereses de la élite rica o responder las demandas sociales y ganar votos se torna acuciante. Según los autores, hay varias soluciones posibles al dilema conservador. El primero y más peligroso es el hundimiento del sistema político por la arremetida autoritaria, dispuesta por el control de los poderes centrales y la eliminación de la oposición, como medida desesperada. Un desenlace tipo hitleriano. De hecho, Trump avanzó bastante en esa dirección, y la plutocracia veía con complacencia dicha forma de preservar sus privilegios.

Una segunda opción podría ser el rechazo masivo del electorado y la instalación de un gobierno consecuente con las necesidades económicas de la mayoría de la población. Esta opción no es muy probable, dado el sostenido caudal electoral conservador y la eficacia de la propaganda en defensa de los valores tradicionales.

Si esa alternativa no es tan viable, el surgimiento de un tercer partido independiente no arreglaría mucho el panorama político. Tampoco estaría la solución por el lado de una permanencia prolongada del partido demócrata en el poder.

Por lo tanto, la respuesta más conveniente al populismo plutocrático regentado por los republicanos es la transformación del partido en una organización comprometida con las reformas económicas a partir de medidas redistributivas de la riqueza. De esa forma, el regimen político y el sistema capitalista estadounidense resultarían renovados y habilitados para sobrevivir en el largo plazo.

Déjalos comer tuits se ubica en el centro de la discusión política contemporánea, relativa a los efectos de la globalización propulsada por la ideología neoliberal, que terminó por convertir el planeta en la aldea global de MacLuhan, a un precio increíble en términos sociales y ambientales. La disección del partido republicano por parte de Hacker y Pierson pone al descubierto el infinito repertorio de argucias que le han permitido a la élite corporativa y financiera poner de rodillas al sistema político, con el fin de usufructar sin límites la riqueza que toda la sociedad crea día a día. Este examen convertido en denuncia enriquece los estudios sobre la concentración alarmante de la riqueza, como los publicados recientemente por Piketty, Sáez o Zucman.

Es un gesto valiente en lo personal y se les abona perfilar de la forma como lo hacen el concepto de plutocracia, porque no hay otro que sintetice mejor los tiempos actuales. La élite poderosa en todo el mundo llegó por fin a acumular tal capacidad económica que puso a su servicio la política, las religiones, la ciencia y hasta el trabajo intelectual. Matarse o hacer trampa para acumular riqueza sin impedimiento alguno es el mantra hoy por hoy, y quien no lo logra debe sentir remordimiento para siempre.

Pero esa carrrera necesita cumplir unos requisitos. Que todo sea transable. Que el mercado sea ubicuo y total. Nada queda exento: matrimonio, salud, alimentación, diversión, educación, creencias, aire, agua, selvas, ríos, montañas: todo tiene que ser susceptible de ser transado. Eso lo saben muy bien los grandes capitales, las corporaciones o los fondos de inversión, que de esa manera arrasaron con el planeta, a ojos vista, destruyendo la vida sin misericordía alguna. ¡Primero el oro! ¡Qué importan los páramos o la selva, las aves, las aguas, los peces o los indios que los cuidan!

Tal vez en un ejercicio posterior, los autores realicen la disección del Partido Demócrata. Su alianza con la plutocracia, aunque menos vociferante, no es menos real que la republicana. Los nexos son profundos y sostenidos y son responsables del resentimiento escondido bajo el delirio religioso, las expresiones racistas y la homofobia. Las administraciones demócratas de Clinton y de Obama no fueron más distributivas o menos solícitas con los intereses corporativos, de manera especial los bancarios. En 1999, la “Clintonomics” inició la perversa desregulación financiera que le abrió el paso a la especulación y a la crisis hipotecaria de 2008. En 2009, Obama rescató la gran banca con los recursos públicos. Esa connvivencia fue explotada con creces por un supuesto crítico del Establecimiento en 2016, quien no solo realizó la administración más regresiva en décadas, sino que estuvo a punto de obstruir el regreso democráta a la Casa Blanca.

Un examen más acucioso pondría de relieve el triple juego de fuerzas del capitalismo estadounidense, por el cual el sector financiero actúa como regente o subgrupo oficial, con la oposición de la industria, en calidad de anti-oficial y, en el medio, como oscilante, el capital agrario. Desplazados por los nuevos negocios, estos últimos guardan comprensibles simpatías con los lineamientos conservadores de los republicanos.

Sin embargo, el desafío de renovación cubre a todo el sistema político de Estados Unidos. Los sucesos de 2020 fueron cruciales, porque pusieron al descubierto su vulnerabilidad. El dramático proceso electoral no fue menos escabroso que el golpe causado por la pandemia del coronavirus, con el mayor número de muertes en el mundo, por efecto de un sistema de salud dispuesto para atender los intereses corporativos farmacéuticos.

Si el país no desea repetir la pesadilla de un fanfarrón encumbrado que ahonde la fisura social, mucho ha de trabajar su clase política en las reformas a favor de las oportunidades económicas para todos los ciudadanos y la provisión de bienes públicos en salud, educación, deporte y seguridad, no menos que el mejoramiento y la preservación del medio ambiente. Ello implica ponerle límites a la voracidad del capital corporativo.

Seguramente, la movilización popular no cesará hasta no ver resuelta buena parte de esa agenda en los próximos años.


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