19 de julio de 2021

Lo que oculta la cruzada moral de defender la democracia enarbolada por el presidente Biden

¿La estrategia de política exterior del presidente Biden solo usa la democracia como pantalla para defender los intereses de Estados Unidos?

Manuel Alejandro Rayran Cortés

Docente de relaciones internacionales de FIGRI – Magister en Ciencias Políticas orientadas a las relaciones internacionales con especialidad en Diplomacia y Resolución de Conflictos de la Universidad Católica de Lovaina en Bélgica.

@ManuelRayranC | manuel.rayran@uexternado.edu.co


Desde la crisis financiera de 2008, Estados Unidos vive un declive relativo en su liderazgo mundial y un resquebrajamiento en la estructura hegemónica establecida desde el fin de la segunda guerra mundial. Ante esta situación, la reacción inmediata, tanto de las administraciones demócratas como de la republicana, ha sido erigir un discurso en el que ubican a Estados Unidos como la víctima de unos países delincuentes (rogue states) que, con sus autocracias, atentan contra la democracia occidental; ponen en tela de juicio el capitalismo de mercado con el de Estado; y minan la dirección de Washington en áreas como la tecnología, el comercio, entre otras. Dicho de otro modo, los residentes de la Casa Blanca con ese discurso han buscado producir un escenario de guerra fría 2.0 para crear bloques de choque y hacer frente el surgimiento de China.

Sin embargo, y a pesar de compartir un discurso común, la diferencia entre las administraciones demócratas y la republicana radica en la estrategia que se ha aplicado para afrontar su declive relativo. El expresidente Trump, por ejemplo, le apostó a aislarse de los acuerdos multilaterales, creyendo que eso le ofrecería alguna protección; no obstante, esta acción se tradujo en una carencia de perspectiva de los hechos, desconfianza y distanciamiento con sus aliados, y pérdida de maniobrabilidad y flexibilidad en temas claves como los son el cambio climático, la salud pública, los acuerdos comerciales en Asia Pacífico, entre otros. En últimas, Trump estaba convencido de que, retrayéndose de sus aliados y estableciendo un juego de suma cero, mantendría la estructura hegemónica de su país.

Por el contrario, las administraciones demócratas de Barack Obama (2009 – 2017) y Joseph Biden (2021 – 2025) han mantenido una estrategia que prioriza la miscibilidad entre sus aliados y contrarios para influir en la toma de decisiones y la agenda internacional a través de los diferentes mecanismos diplomáticos. De ahí que sus acciones políticas se centran en reforzar el multilateralismo y los organismos internacionales, así como también en abordar un amplio abanico de temas.

Estrategia del presidente Joseph Biden

Las cruzadas simbólicas y morales han jugado un papel fundamental en la historia de la vida política exterior estadounidense. La cacería de brujas del ‘macartismo’ contra el comunismo durante la guerra fría y ‘el eje del mal’ que el presidente Bush utilizó para justificar su invasión ilegal y sin apoyo de la comunidad internacional a Iraq, son ejemplos claros de la manera como los mandatarios y sus asesores engendran espacios discursivos comunes para crear un centro de gravedad de poder que giren alrededor de Estados Unidos y recibir, a su vez, el respaldo de sus ciudadanos para su aventurismo bélico internacional.

En el caso del actual presidente Biden, su administración ha querido enarbolar la bandera de la democracia y adjudicarse la responsabilidad moral para luchar contra las autocracias del mundo, como lo mencionó en el artículo de la revista Foreign Affairs de abril de 2020 y lo ha establecido en su “Guía estratégica provisional de seguridad nacional” publicada en marzo de este año. De esta manera, con sus aliados y socios, el mandatario le apuesta a establecer un bloque que defienda la democracia y el orden liberal que Estados Unidos ha difundido por el mundo desde la Segunda Guerra Mundial.

Ahora, si bien la bandera moral de batalla parece loable y clara, la concepción de esta está fundamentada en una creencia errónea, pues considera que la democracia liberal debe estar ligada con la superioridad mítica del poder de Estados Unidos que, según su destino manifiesto, los hacen dignos de liderar el mundo. En ese sentido, todo país que busque salirse de la estructura hegemónica de Washington y sus directrices, como algunos países emergentes lo han hecho, es considerado enemigo de la democracia, del orden liberal y del capitalismo de mercado; en últimas, es un adversario del mundo occidental y de las acciones ‘correctas’ que este hace.

Sumado a lo anterior, esta perspectiva y lógica de pensamiento ocultan dos elementos que generan desasosiego a los legisladores estadounidenses. Por un lado, es una muestra de miedo a la pérdida de su preeminencia en los asuntos del mundo por el surgimiento de China y, por el otro, evidencia un grado de inseguridad por no poder actuar de manera más directa, pues el mundo actual funciona distinto al de hace setenta años, cuando el poder estaba concentrado en el Estado y este podía generar una influencia considerable en los asuntos económicos, políticos y sociales de sus ciudadanos y el mundo.

Ejemplos de lo anterior son las empresas y la tecnología. En el caso de las primeras, estas aún constituyen una fuerza poderosa en la vida económica estadounidense. No obstante, y a diferencia de hace varias décadas, las compañías actuales son más globales, responden a proteger sus intereses propios más que los de la nación, anteponen sus ganancias sin importar el lugar donde puedan ubicar sus plantas para ahorrar costos, y tienen más lazos con élites económicas de otros países que con los actores locales. En relación con la tecnología y sus desarrollos, Estados Unidos gozó durante la Guerra Fría de un lugar jerárquico entre sus aliados por los avances en esta materia. Sin embargo, en la actualidad esa jefatura ha sido cada vez más desafiada por China, no solo por los adelantos del gigante asiático, sino también por la dependencia que Washington ha creado de Beijing en las cadenas de suministros para la elaboración de dispositivos electrónicos.

En suma y contrario a lo que se quiere hacer creer, la estrategia de política exterior del presidente Biden está motivada más por salvar a Estados Unidos que a la democracia; así como también por la resistencia a aceptar que el mundo cambió y que debe comprender que las dinámicas internacionales cada vez más tienen componentes de multi-orden que de unipolaridad occidental.


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